LA GRAN FAMILIA

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domingo, 7 de octubre de 2012

ZAFRA... UNA DORADA ESTANCIA

(Reedición)


En el Parador… me correspondió… alojarme en la “Sala Dorada” del Alcázar, una amplia y regia habitación en la que don Lorenzo Suárez de Figueroa  gustó soñar o protestar ambiciones, cortes y amores en su siglo xv, protegido por el muy prepotente don Juan el segundo. La estancia, habilitada respetuosamente para el turismo, conservaba las muestras de un poder fugado con el tiempo que se exponía en la riqueza heráldica del techo. Atravesando el adosado cuarto de baño, en uno de sus extremos se ofrecía una vulgar puerta de doble hoja, encasquillada por mal uso, que concedía acceso a una amplísima terraza colindante con uno de los torreones del Alcázar…
(“El manuscrito sellado”  -Antonio Prieto; Seix Barral-)

Detalle del Patio del Parador de Zafra
Cuando la última vez que me alojé en el Parador de Zafra, ese Alcázar del “Duque de Feria” construido en el siglo XV y rehabilitado para su posterior apertura como Parador de Turismo en el año 1968, en cuya Sala Dorada, no hace mucho escribiera el premio Planeta Antonio Prieto, otra novela  suya: “El Manuscrito sellado”, que se inspira y desarrolla en ese querido castillo, alguien más que yo, y mi cónyuge, sabía que, tan solo dos años antes, en el mes de agosto había reiniciado, porque pillaba de camino, y por sorpresa una larga ruta personal de Paradores, que había quedado interrumpida de forma drástica y dolorosa en el año 1986 en un edificio mucho más moderno, el Parador de Nerja.
De forma dolorosa, drástica y, pensaba yo, definitiva hasta que el día 14 de agosto de 2009, a la vuelta de Rosal de la Frontera (Huelva), también por cuestiones literarias, mi compañero de viaje me situara en la puerta del Castillo de Zafra, y me dijera: “aquí vamos a dormir esta noche”.
Zafra, esa hermosísima localidad pacense, conocida popularmente como “la Sevilla chica”, ya fue descubierta hace muchos siglos; ya la estudié yo siglos después en mi libro de Geografía S.M. en mi Bachillerato Plan 1952; ya aprobé, gracias a Zafra, esa asignatura en la Reválida de 6º cuando unos señores muy serios en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, mi tierra, subidos en un estrado de madera, que para mí era un cadalso veraniego, me dijeran “háblenos usted de Badajoz, Zafra, y su agricultura y ganadería…”; y ya está considerada como uno de los destinos extremeños de preferencia, como para que yo no aspire a descubrírosla ahora aquí.
Porque estaba muy descubierta, y para bien, el Parador estaba abarrotado aquel mes de agosto de 2009 (y eso que todavía no había sido elegido entre los cincuenta mejores hoteles del Mundo), y mi gran afición por las habitaciones con vistas no pudo ser satisfecha. Me correspondió una preciosa habitación, inmensa habitación, pues otro reconocimiento del que disfruta ese ya legendario en mi vida Parador, es el de “Hotel Habitaciones Grandes”, pero su gran ventanal y su artística reja daban frente por frente, y al mismo nivel, con el lugar donde deben aparcarse algunos vehículos. No fue ese obstáculo alguno para que el recuerdo que me quedó de aquella estancia en el Alcázar fuera una de los mejores de mi vida.
Pero cuando esta vez de la que os escribo nos alojamos de nuevo en el Parador de Zafra, para conmemorar ese reencuentro con mis queridas Casas, alguien más sabía de mi felicidad en el Castillo hacía dos años; de mi vocación por las habitaciones con vistas, y que desde ese mismo Alcázar, tras muchos años de silencio, había reiniciado una ruta personal que ya me había llevado a asomarme a distintos y hermosos paisajes de España desde las ventanas, los balcones y las terrazas de numerosas habitaciones de la Red de Paradores  de Turismo. Por ello, ya con cara de gozo, nos recibió uno de esos trabajadores que desempeñan tan eficaz y amablemente las recepciones de estos queridos establecimientos, un hombre simpático, empático y profesional, dotado de ese bonito acento que me cala tanto como la Plaza Chica, que me dijo que la habitación me iba a gustar mucho, que tenía “unas bonitas vistas”, y sonrió.
Yo me quedé extrañado y agradecido. Agradecido porque siempre que me sonríen lo hago, y extrañado porque la habitación en la que yo pensaba que iba a vivir, tenía una espléndida terraza que daba a la piscina del Parador.
Nos inscribió con alegría y diligencia, cogió mi gran bolsa de viaje, y en un momento me encontré de nuevo recorriendo el claustro, los tres y el equipaje en el ascensor, y ante la puerta de una habitación situada, aparentemente, de forma muy distinta a mi habitación de 2009.
Terraza de la habitación "Sala Dorada"
Al ser abierta por nuestro acompañante, ya pude ver un recibidor de considerables dimensiones, una puerta a la izquierda, y otra enfrente que conducía al cuarto de baño. Prácticamente sin pasar por la habitación, casi sin dejar la pesada bolsa, nuestro amigo se encamino al baño ante mi perplejidad, y nos invitó a seguirle. Aún más, llegó al final del mismo, a ese apartadito con puerta de cristal donde, en no pocos Paradores, se aloja el inodoro frente al bidet. Y ahí, apretada, como un tercer elemento, subiendo dos escalones, se hallaba una puerta que tras unos visillos dejaba ver todo el sol y la luz de Zafra.
Una vez traspasada nos encontramos en la terraza más grande que jamás haya disfrutado en un Parador. En ella se encontraban dos de los torreones del precioso Castillo, una bonita mesa baja oval, de forja, dos preciosas tumbonas a juego, otra  mesa velador, también de forja, con una sombrilla, dos sillas más, el tremendo ventanal, y la reja más grande y más artística que haya contemplado nunca en una de mis queridas Casas…
Pero todo eso pude apreciarlo luego, porque lo único que pude ver al lado de la persona que nos acompañaba, era que a nuestros pies se encontraba la preciosa Plaza donde se halla la fachada principal del Alcázar, y en línea horizontal con nuestros ojos toda Zafra con sus torres, sus casas, sus plazas, su cielo, su horizonte…
En esos casos, cuando la sorpresa y la emoción me exceden, me sucede como cuando los Reyes Magos, de pequeño, me traían cosas, o me hacen regalos ahora de mayor, noto una auto represión antigua, educacional, infantil, sobre mis sentimientos. Tengo la sensación de  que esto me hiciera parecer en ese momento poco agradecido, poco sorprendido… ¡pero es que si hablo, lloro, y me echo en los brazos de mi amigo de la Recepción, y nos acabábamos de conocer!
Elegantemente, con la satisfacción del trabajo bien hecho, y la sorpresa bien dada -cuarto de baño incluido-  nos dejó la llave, no sin antes encender en la habitación unos reflectores especialmente orientados hacia el techo… Entonces caí, ¡Estábamos en la Sala Dorada del Parador de Zafra!
En ocasiones de menor exigencia emocional en mi encuentro con mis queridas Casas, no sé muy bien en qué orden quiero hacer las cosas. Si recorrer la habitación, si mirar en los armarios, si sentarme en la terraza, si “customizar” el lugar donde voy a vivir -pues por muy ilustres personalidades que lo hayan habitado antes, me gusta sentirlo mi casa- si comerme el bombón que me toca, si ponerme a sacar fotos, si hacer videos para que nunca -nunca ¡que tonto!- se me olvide el lugar…
En esta ocasión me debatía, además, en si tirarme al suelo boca arriba para dejar la vista pegada al techo iluminado, o si salir a la terraza a encadenarme a la reja para toda la vida.
Afortunadamente, mi ruta hace tres años fue reiniciada por un hombre sereno, que me conoce desde hace diecisiete tan profundamente como me ama, y ejerce de “tranquimazón” circunstancial en estos casos. En, este descubriendo unos espléndidos cojines cuidadosamente guardados en los grandes armarios, que debían ser puestos en el mobiliario de la terraza, poniéndolos, haciéndome observar la diferencia de los bordados de las “P” de los dos albornoces, enseñándome el tríptico que coleccionamos, mirando a ver de qué marca es el agua mineral con gas del mini bar, en fin “cosas menores” mientras me relajo.
La Sala Dorada del Castillo del Duque de Feria, además de con ese inolvidable techo policromado, cuenta con tres mesas de espléndida madera, cuatro sillones, una “chaise-longue”, no recuerdo cuantas lámparas, preciosos y numerosos cuadros, etc. Es un paraíso en ese otro que para mí es “Paradores”. ¡Ya tiene que poseer tirón Zafra para arrancarme a mí de esa “suite” y esa terraza, y me arranca ¡Si mis catedráticos de bachillerato del Cisneros me viesen ahora aprender historia de tan buen grado, y comerme la agricultura y la ganadería con tantas ganas!
"Sala Dorada" (Parador de Zafra)
Las habitaciones de Paradores son para vivirlas, y es difícil contarlas, y esta más. Pero en mi afán de haceros lo más partícipes posible de mis destinos y mis alegrías, aquí os dejo un video que pueda ilustrar un poco mi artículo.
Hay muchos y variados motivos para volver a hablar de esta ciudad, de este Parador, de esta habitación en la que los días eran hermosos y las noches inenarrables. En la que no encontraba hora para meterme en la cama ¡y eso que era la mejor manera de contemplar el precioso techo!
Pero es que en su inmensa terraza, corría el fresco nocturno de Zafra, tan ansiado por sus habitantes, y se oían muchas cosas, mucha vida. Como cuenta Antonio Prieto en su novela, se oía a la parte más joven de Extremadura, que se sentaba en la Plaza a socializar, y yo añado otra parte de juventud que se pegaba con sus portátiles a la fachada del Castillo para recoger el wi-fi a pesar del grosor de sus muros y quizá estudiar al fresco. Se oían también las campanadas del reloj de la plaza…
Mi compañero, después de disfrutar en las espléndidas tumbonas del gin-tonic casero que yo preparaba con las cosas del mini bar, llegaba a oír doce campanadas, una lo más. Es docente, un hombre formado para formar bien a otros y otras, y le cuesta trasnochar. Pero yo, noctámbulo empedernido, llegaba hasta oír tres seguidas, y ya, reticente pero disciplinado, iniciaba el mismo recorrido final:  
Almenas del Parador de Zafra
Me asomaba a la preciosa y enorme reja del ventanal por el que se divisaba la increíble habitación. Miraba su techo tenuemente iluminado a través de los cristales. Miraba, con emoción, agradecimiento… y miedo, la inmensa cama de matrimonio, ocupada, llena a pesar de su tamaño, por quien volvió  a iniciar mi ruta de “Paradores”. Me asomaba a la barandilla justo en el lado contrario para intentar decir a Zafra hasta mañana, y para buscar, inclinándome mucho, la querida habitación que ocupara hacía dos años antes, y que se encuentra justo debajo de esa terraza, como para tenerlas ambas juntas.
Después de tanta gloria, como si de la propia vida se tratara, salía por la humildad del baño y de una puerta que, debo informa a Antonio Prieto, si tiene la amabilidad de hacer conmigo lo que yo hago con el: leerle, que ya no se encasquilla.
Y Después, en posición horizontal, imaginando más que viendo los escudos heráldicos, coger la mano inerte y cálida, deseando que, esta vez, me dure su caricia tanto como el Parador de Zafra.


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